Por Marcos Ros
Viajo y pierdo la perspectiva. Todo parece recién trazado, pintado, como si alguien hubiese dispuesto un atrezzo mientras me dispongo a cruzar una ciudad. Todo parece circunstancial, frágil, a punto de quebrarse. No me importa, sólo estoy de paso. Los nuevos lugares se suceden sin poder asimilarlos. Mi mirada se encuentra completamente desenfocada, mis ojos no ven líneas, ni colores. Mis recuerdos son tenues, sobredimensionados, sin perspectiva. ¿Realmente estuve allí? ¿Es posible que cruzase esa calle? Son viajes presurosos sin objetivo, pero apresurados como si el tiempo finito estuviese cerca de su agotamiento, como si debiese estar en distintos lugares al mismo tiempo.
Podría entretenerme en la mirada, las sonrisas, los juegos, en el paisaje profundamente indefinido, pero bajo la vista. Lo tenue se ilumina, la realidad amplía sus dimensiones convirtiéndose en algo profundo, las líneas trazadas tan sutilmente que desearían ser borradas pero que se sostienen estoicamente. Sobreviven, perviven. A ras de suelo.
Ahora me absorbe. Me protejo. Me golpea. La sobrevuelo. ¿Es la cámara mi escudo? Sólo me protege los ojos, busco otros encuadres, otros ojos lastimeros. Les disparo. Y vienen como moscas. En ese instante, no se encontraban allí, se sitúan frente a mí dando más sentido a la imagen. Una sola fracción de segundo y perfeccionan lo que yo no pude apreciar. Me superan, me mejoran. Son sombras que acuden a darme una lección. Mi mundo ya no es tranquilo.
¿Qué retrato es real? Es una imagen desenfocada. Dónde se sitúa la realidad. Dónde el engaño. Me está esperando. Es mi subconsciente quizá el que busca que las cosas cobren sentido por sí mismas. Se encuentra agazapado gritándome y no le escucho. Puede que me supere, que me pierda. No es mi camino, pero él me conduce diligentemente. Veo una luz, pero hago lo mismo. No aprendo.
Sólo es una imagen. Una imagen en mi retina. La quiero. La atrapo. Pero no soy yo el que decide su resultado final. Se me acerca deprisa. Me apura y sólo cuando la contemplo más sosegado descubro lo equivocado que estaba. No es cierto, no era así. Pero me supera, es mejor de lo que yo hubiese hecho jamás.
Pero sigo buscando con mis pies desgastados. Me siento y supiro. Todo sucede a mi alrededor como si quisiese seguir un orden. Pero no lo consigue, hay niños corriendo, hay jóvenes en grupos charlando, gritando, bromeando. Pero él permanece ajeno. No forma parte del cuadro. Es como si quisiese destrozarlo, que su sola existencia pudiese desequilibrarlo y de alguna forma equilibrarlo. Pero siempre hay más. Algo subyace.
No quiere formar parte. Simplemente se aparta. Este mundo no es para mí, no le pertenezco. No me pertenece. Sólo cohabitamos. Vosotros, tú, yo. No tenemos ningún sentido. Qué objeto que yo sea un objeto. Un elemento más que decora y te recuerda. En la ciudad existen tantos planos, que sólo elegimos los que nos atraen, como si pudiesen definirnos. Puede que lo hagan. Son egoístas.
Y alzo la vista. Es un encuentro casual, pero allí está. Es inevitable. Permanece ajena. No querría hacerlo, pero es dinámica. Así que disparo, mientras ella no escucha. Podría haber gritado, haberle reclamado la atención sobre mí, sobre mi figura. Pero no tiene sentido, es mucho mejor así. Ella y yo, juntos abstraídos en su silencio, mientras el mundo gira alrededor.
Pero este lugar es autoexcluyente. Las personas se cruzan. Algunas simplemente van de paso. Nos ignoramos. Creemos que todo el mundo tiene un sentido, todo el mundo está esperando, todo el mundo encaja en ese pequeño gran mundo. Tal vez, pero yo no estoy tan seguro. Yo no busco, yo observo. Disparo, ¿cierto?
Huiría, aunque esta ciudad que insiste en que la retrate como es. Fría, distante, ensimismada. Encuentras pequeños rincones. Pequeños sucesos. Pequeños encuentros. Pero tú no estás ahí, tú estás excluido a través de un cristal. Es un pequeño momento, feliz, para otros. Alguien sonríe, puede que sea una buena idea hacer una foto.