No son especialmente bonitos, ni siquiera te prometen unas grandes vistas, pero les atraen como si fuesen moscas. Los padres resignados puede que accedan a montar al niño sobre el aparato balanceante, de sonidos estridentes, de colores desgastados y con algo de fortuna con alguna luz funcionado que a buen seguro será engullida por la luz de mediodía.
Algunos más elaborados que otros, más ruidosos, se sitúan a la puerta de kioscos y papelerías. Algunos, para recordar que están funcionando, que están ahí al acecho de padres inconscientes, despiertan de vez en cuando, puede que crean que ya han holgazaneado bastante, de su letargo ahogando todo sonido expelido por los coches, por la chiquillería, por los obreros cavando una zanja o por el bar de la esquina y sus risas.
Pero son las doce de un día cualquiera, los niños en el colegio aún tardarán en ocupar las calles. Mientras el caballo mecánico, aunque bien podría tratarse de un coche, un helicóptero un dragón o cualquier cosa que desde una fábrica oriental considerase; se desgañita por hacerse atractivo en una triste esquina, de alguna triste calle, de cualquier triste ciudad, intentando rivalizar con un muro que simplemente, asiste inmutable e imperturbable a su lamentable destino.