Teclas – 24.08.2015

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Madrid, 2013

Mi padre tiene en algún rincón de su casa una máquina de escribir que perteneció a mi abuelo. No es gran cosa. No es una majestuosa Underwood, se trata de una Olivetti grande y pesada, protegida por una gran maleta robusta. Era una máquina simplona con una cinta de tinta desgastada que apenas servía para imprimir sobre el papel. Seguramente, la cinta, ya habrá pasado a mejor vida y se habrá secado para siempre.

Pronto descubrí que me gustó aporrear aquellas teclas y quedarme fascinado por su tipografía mientras las varillas ascendían y descendían rápidamente o incluso lentamente, cuando el dedo meñique me fallaba. Me absorbía la pesadez de cada tecla, cómo martilleaba el papel, cómo de repente las mayúsculas se convertían en minúsculas.

Convencí a mi hermana para escribir un cuento. Se trata de un juego infantil para darle uso a aquel gran juguete que acabábamos de encontrar y que a duras penas podíamos transportar. Empecé a escribir y de vez en cuando algunas personas decían que les gustaba aquello que ponía sobre el papel.

Cuando volví a la fotografía, lo hice fascinado por el sonido del obturador. Una tecla que ascendía un espejo y corría una cortinilla para que pasase la luz. Sin embargo, en la fotografía, me pasaba lo contrario. No hacía (hago) buenas fotos, pero los comentarios displicentes de las personas no me desaniman.

Puede que la desobediencia se encuentre tan dentro de mí, que obvio lo que se me da bien y me esfuerzo en lo que se me da mal. Al final, todo se reduce a darle a un botón/tecla. Puede que seguir aporreando teclas, sea lo que me guste ya haga una cosa u otra (o puede que las dos).

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